Una hermosa mañana de otoño de 1980, Vera Nabokov recibió una llamada telefónica en sus habitaciones del Montreux Palace Hotel, avisando que su hijo Dimitri no podría almorzar con ella debido a un “pequeño” accidente. En realidad, Dimitri había destrozado su Ferrari 308 GTB contra un parapeto en la autopista entre Lausanne y Montreux. Con el cuello fracturado y quemaduras de tercer grado en el 40 por ciento de su cuerpo, fue ingresado de urgencia al Hospital de Lausanne, adonde permaneció las siguientes cuarenta semanas, primero en terapia intensiva, después en el Pabellón de Quemaduras Graves (donde lo sometieron a seis injertos de piel) y por fin en el ala de Rehabilitación. Menos de tres años antes, en otro sector de ese mismo hospital, Vladimir Nabokov había expirado pacíficamente, tomado de la mano de su mujer y de su hijo. Cuando subieron al auto de Dimitri para irse del hospital, Vera rompió el mutismo con que había enfrentado los trámites y los pésames. Mirando ciegamente el cielo por la ventanilla, dijo: “Alquilemos una avioneta y matémonos”. No había derramado una sola lágrima hasta entonces y, en cuanto hubo pronunciado esas palabras, recuperó la compostura que había tenido durante toda su vida.
HIJO DE PAPÁ
HIJO DE PAPÁ
HIJO DE PAPÁ
Una hermosa mañana de otoño de 1980, Vera Nabokov recibió una llamada telefónica en sus habitaciones del Montreux Palace Hotel, avisando que su hijo Dimitri no podría almorzar con ella debido a un “pequeño” accidente. En realidad, Dimitri había destrozado su Ferrari 308 GTB contra un parapeto en la autopista entre Lausanne y Montreux. Con el cuello fracturado y quemaduras de tercer grado en el 40 por ciento de su cuerpo, fue ingresado de urgencia al Hospital de Lausanne, adonde permaneció las siguientes cuarenta semanas, primero en terapia intensiva, después en el Pabellón de Quemaduras Graves (donde lo sometieron a seis injertos de piel) y por fin en el ala de Rehabilitación. Menos de tres años antes, en otro sector de ese mismo hospital, Vladimir Nabokov había expirado pacíficamente, tomado de la mano de su mujer y de su hijo. Cuando subieron al auto de Dimitri para irse del hospital, Vera rompió el mutismo con que había enfrentado los trámites y los pésames. Mirando ciegamente el cielo por la ventanilla, dijo: “Alquilemos una avioneta y matémonos”. No había derramado una sola lágrima hasta entonces y, en cuanto hubo pronunciado esas palabras, recuperó la compostura que había tenido durante toda su vida.